miércoles, 25 de mayo de 2011

Relato de vida de una maestra nómada

Marta Cecilia Ramírez Hernández
C.E.R. Toldas, Guarne, Colombia

Versión actualizada del texto publicado en Murillo, Gabriel Jaime (comp.) (2008). Maestros contadores de historias -relatos de vida, Medellín, Secretaría de Educación para la cultura de Antioquia-Universidad de Antioquia.

La larga marcha de mi vida como maestra anfibio-cultural (al decir de Antanas Mockus) se inició en el corazón de la tierra caliente, en el corregimiento Botón de Leyva de Mompox; pasó por las comunas de Medellín, respondiendo a las urgencias de la primera infancia desvalida, y de nuevo al corazón del trópico que es Urabá, antes de retornar a las montañas de Antioquia, donde nací y me crié. Y todavía no me detengo, mientras existan otros lugares, otras gentes, otros alumnos a quienes pueda brindar mis enseñanzas.

En Mompox, empecé como educadora de religión y moral en básica primaria, cuando era postulante en la comunidad de misioneras de María Inmaculada. Luego de esta experiencia inaugural, me sumergí en las comunas de Medellín. Primero, fue el hogar infantil Villa de la Candelaria, en el Barrio Bello Horizonte, donde me desempeñé como maestra jardinera de los niveles sala-cunas, parvulario, pre jardín y jardín. Seguidamente pasé al hogar infantil San Juan de Luz, en el Barrio Zamora, sector Santa Rita; poco después estuve en el colegio Sin Fronteras, del barrio El Bosque, trabajando en preescolar antes de que la institución desapareciera por falta de recursos económicos, en cuyo evento fundé, dirigí y enseñé el kínder Payasito, en el barrio Campo Valdés.

Por circunstancias de la vida, me desplacé a trabajar en el Colegio Interamericano de Apartadó en 1986, donde me desempeñé como secretaria, profesora de bachillerato en las áreas de español, educación religiosa, y ética y valores, las mismas áreas que también pude enseñar en la concentración educativa San Rafael. Recuerdo cómo en las horas de la tarde me desplazaba a la plantación bananera Los Cedros, en el vecino municipio de Carepa, a atender a los hijos de las familias trabajadoras en el preescolar, subvencionada por la empresa, y aún me faltaba tiempo en la noche para desempeñar mis funciones como alfabetizadora de adultos en la campaña “Antioquia toda leerá en el 90”.

De allí pasé a la Escuela Nueva Campamento, en el municipio de Carepa, donde realicé una labor muy significativa: finalizada mi jornada escolar habitual, reunía a las señoras para enseñarles manualidades y culinaria, en cumplimiento del proyecto escuela de padres; en las noches, reunía a todos los que quisieran aprender a leer y escribir, conformando así la nocturna. Como no había energía, el señor alcalde regaló dos lámparas caperuzas que funcionaban con gasolina, además de vinilos, pinceles, lanas, telas de dacrón y cañamazo, con los que se fabricaban artesanías. Fue una experiencia sencillamente maravillosa.

Por cosas del destino fui a dar a la isla de Matuntugo, localizada en las bocas del río Atrato, como trabajadora social y orientadora de los docentes de la escuela unitaria Maderas de Urabá. Allí sucedieron cosas terribles: mataron una niña celadora, secuestraron al doctor Celestino García, uno de los dueños de la empresa. Todo entonces empezó a decaer, lo cual me obligó a renunciar y solicitar traslado para el IDEM Primera Agrupación, de Turbo, dictando ciencias sociales en los grados sexto a noveno. Una vez instalada allí, tuve la oportunidad de acceder al cargo de secretaria académica. Simultáneamente, en las horas de la tarde dictaba clases de ciencias naturales en el colegio El Carmelo.

Gracias a una permuta, en 1993 me trasladé a Frontino, donde me ocupé de las áreas de filosofía, español y educación religiosa en los grados décimo y undécimo en las jornadas de la tarde y la noche del IDEM Pedro Antonio Elejalde. Sin embargo, debido a la reforma administrativa adelantada bajo la gobernación de Juan Gómez Martínez, el distrito educativo al cual había sido adscrita fue fusionado, lo que trajo como consecuencia la desaparición de mi cargo. Sin embargo, pocos días después me vinculé a la escuela Juan H. White, del municipio de Dabeiba, atendiendo a niños de primero especial, así como también con la escuela urbana Alfonso López, en el grado quinto de básica primaria. En enero de 1997 fui nombrada coordinadora zonal del Sistema de Aprendizaje Tutorial (SAT), hoy Sistema Educativo para el Trabajo Asociado (SETA), en Argelia y Nariño, y al cabo de dos años se extendió la cobertura a los municipios de Yondó, Puerto Berrío y Caracolí. En el municipio de Argelia recibí inicialmente diez grupos SAT, y al entregar el cargo dejé veinticuatro grupos, dos escuelas de cobertura educativa, un grupo sólido de tutores y un eficiente secretario. Pero eso no es todo; para formar estos grupos tenía que desplazarme con los tutores a las veredas más lejanas, a sensibilizar las comunidades para que estudiaran; todo fue una lucha, pero recogí los primeros frutos cuando gradué los primeros niveles de impulsores, prácticos y bachilleres en los municipios antes mencionados “Al ir iban llorando, regando sus semillas; al volver vienen cantando, trayendo sus gavillas”.

Pasemos a Caracolí, situado en el territorio de Magdalena medio, eje central en la geografía colombiana, cuyo nombre se debe al árbol más antiguo que aún sobrevive en el centro del pueblo. Allí coordiné también el bachillerato SAT y tuve la oportunidad de graduar la primera promoción de impulsores y prácticos (el nivel impulsor corresponde a los grados sexto y séptimo; el nivel práctico, a los grados octavo y noveno, y el nivel bachiller, a los grados décimo y once). Y de Caracolí a Puerto Berrío. Allí continué con las funciones de coordinadora SAT, además de coordinadora de cobertura educativa. En desarrollo de mi labor visitaba constantemente todos los grupos y me reunía en los micro centros una vez por semana. Luego, de Puerto Berrío en chalupa rumbo a Yondó, situado de este lado del río enfrente del puerto petrolero de Barrancabermeja. Con los tutores viajaba a los lugares más alejados en límites con la región de Cimitarra medio, para animar el trabajo en los SAT. Pasé muchos sustos; los tutores tenían que pedir permiso a los diversos grupos armados para tener acceso a dichos lugares. Y encima no faltaron los roces con los directivos del sector oficial, que se mostraban reacios al préstamo de locales y de colaboración a estos grupos de estudiantes especiales.

Negándome a aceptar las fronteras, empaqué de nuevo, y me fui a San Carlos, a trabajar en la modalidad de contratación por orden de prestación de servicios (OPS) en la Escuela Rural Nueva El Capotal, donde viví experiencias de sabor agridulce. Allí organicé la escuela de padres, la catequesis con los niños; algunos estudiantes me confiaban sus intenciones de enrolarse en los grupos armados, en cuyo caso les respondía. “La vida es de ustedes, Dios se las dio, piensen en su familia, y decidan qué quieren hacer con ella”. Y a los pocos días, los veía marchar en las filas de los grupos ilegales, igual como lo había visto y padecido ya en tantos otros municipios por donde había transitado. Cerca de esta escuela ocurrió la masacre de once personas a mediados de noviembre de 2002. Todos nos desplazamos, y me llenó de frustración no haber podido clausurar el año escolar. Al cabo de tres meses regresé, no más para comprobar que todo lo habían robado, la papelería en cenizas; qué dolor sentí al ver este panorama; la escuela había sido volada con bombas y sus alrededores permanecían minados. Gracias a Dios me salvé de esta tragedia; sólo Él sabe cómo sobreviví para poder contar esta historia.

Dada la situación, fui nombrada para el Centro Educativo Rural (CER) Guadualito, en El Santuario, donde viví experiencias significativas en mi labor como docente, y aprendí que es hermoso arriesgarse por los demás, a pesar de soportar muchas calamidades a causa de la violencia. Pido excusas a los lectores, pero la tristeza que me produce la evocación de esos acontecimientos puede más que el ansia de contar.

En 2004 fui nombrada provisionalmente al Centro Educativo Rural Santa Bárbara, que atiende estudiantes de básica primaria, postprimaria y el centro de adultos, en el municipio de Cocorná, localizado en el oriente antioqueño. Gracias al reconocimiento obtenido en el concurso sobre Etnoeducación y la cátedra afrocolombiana, me trasladé en 2009 al centro educativo rural Toldas del municipio de Guarne con el nombramiento oficial de etnoeducadora después de un largo viaje de maestra andante, y éste es al parecer mi Ítaca. Al poco andar los grupos de 1° y 2° de básica primaria, se me hizo una tarea inaplazable encarar el problema más evidente de la desnutrición de los niños, para lo cual no vacilé en acudir a la empresa privada y otros entes públicos como corresponsables de la seguridad alimentaria escolar. Más luego pude ofrecer algo más qué hacer a los diversos grupos de población, por ejemplo, los cursos de capacitación en sistemas para adultos, la escuela de liderazgo ambiental, la recreación y el uso del tiempo libre, el periódico escolar, la atención a la primera infancia. 

Cuando me detengo a contemplar lo poco que se ha hecho en relación con lo mucho que tengo todavía por hacer, de verdad empiezo a sentir que ha llegado el fin del nomadismo en mi vida de maestra.

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