miércoles, 25 de mayo de 2011

Vida y muerte en la escuela "Altos de la cruz"

ASTRID ELENA CANO ZAPATA
I.E. Ramón Múnera Lopera
Medellín, Colombia
Publicado originalmente en Revista Novedades Educativas 237, septiembre 2010, Buenos Aires, Argentina

En el principio de mi carrera pedagógica identifico una fuerte orientación humanista de índole religiosa con énfasis en la formación del carácter, en la educación moral expresada en las virtudes del deber, el espíritu de disciplina, los valores. Mientras trabajé en la escuela Madre Paula en los años noventa, procuraba en mis clases que los niños repitieran el dictado, memorizaran, ejercitaran las instrucciones, antes que el desarrollo de la comprensión y apropiación de conocimientos. Con todo mi interés por el  contexto social y cultural de los alumnos, éste no era determinante a la hora de hacer adaptaciones curriculares conforme a sus intereses, problemas y necesidades. Y, sin embargo, la ola de violencia que azotaba las comunas de la ciudad iba en aumento y sus efectos tocaban ya a las puertas de las escuelas y colegios.

Con el aumento al doble del número de alumnos por grupo, apelé al uso del texto guía más como una estrategia de control del grupo que un idóneo medio de enseñanza. Dejé de planear mis clases con base en un listado de conceptos, confiada en que bastaba con ejecutar las actividades propuestas en el texto, aun sin dejar de atender el hecho de que los conceptos fueran efectivamente memorizados por los niños y evaluara su aprendizaje. Mi concepción del aprendizaje, así lo veo ahora, era instrumentalista y conductista.

Años después con el traslado a la institución educativa Ramón Múnera Lopera, emprendí la labor de iniciar a niños y niñas del grado primero en las maravillas de la lengua escrita, y con ella la obligación de ahondar en mis conocimientos psicolingüísticos, pedagógicos, sociolingüísticos, en fin, de tener otra mirada del acto educativo en todos sus niveles. Así como antes intentaba acomodar los niños a los programas en lugar de los programas a los niños, ahora mi esfuerzo se centraba en tener en cuenta las condiciones intelectuales y las distintas fases de desarrollo de los niños. Ahora mi posición consistía en indagar primero qué sabían y cómo lo sabían como condición ineludible en la función de mediadora del aprendizaje. Desde entonces no escatimo esfuerzos para indagar en qué grado de desarrollo se encuentran los alumnos, saber cómo evolucionan los procesos individuales de aprendizaje desde una perspectiva constructivista; al partir de los saberes previos de los alumnos, busco proporcionarles las unidades de análisis básicas en el ejercicio de la inteligencia, les motivo a hacer preguntas, a observar, a sacar conclusiones significativas. En este proceso de adquisición de la lengua escrita me acompañaron los padres de familia recibiendo asesoría a lo largo del calendario escolar, en la certeza de que los logros en el aula no podían mandarse a paseo en el hogar.

No soy especializada en el área de matemáticas precisamente, aun cuando he acumulado el saber didáctico indispensable para enseñar las matemáticas “sin dolor”, de manera lúdica, placentera, más desde la inclusión que desde el señalamiento y la sanción, con lo que justifico mi empeño en la enseñanza sincrónica de las letras y los números en el ciclo de educación primaria. Mi interés se ha centrado no sólo en la cuestión de la transmisión de los contenidos de las materias sino, además, en los factores asociados del aprender que pueden ser develados gracias a los aportes de la psicología y la sociología, que son las líneas fuerza en una reflexión teórica que contribuya a explicar el desarrollo cognitivo, afectivo y sicomotriz de los niños. Es claro para mí que el reto primordial de una maestra pasa por la formación integral de la persona antes que por la instrucción en saberes y técnicas específicos.

Es así como al poner en escena situaciones problemáticas en donde poder generar conjeturas, verificaciones y generalizaciones adecuadas, a modo de ilustración de un ejercicio de razonamiento lógico, no pierdo de vista la línea del horizonte de formación en materia de resolución de conflictos en la vida cotidiana, con sus manifestaciones en los procedimientos de recolección de información, de toma de decisiones y de las formas válidas de una comunicación respetuosa y sincera. Más recientemente he incorporado estas líneas directrices en la asesoría de prácticas de estudiantes de licenciatura de la Universidad de Antioquia en mi institución, bajo la metodología “investigación matemática en el aula”.

Con esta experiencia abierta a un horizonte de didáctica recontextualizada en el universo de las letras y de los números, me vi inmersa en un escenario de guerra urbana en donde por fuerza de las circunstancias debí asumir nuevos retos y nuevas estrategias de enseñanza y aun de supervivencia en condiciones extremas de inseguridad. En 1997 arribé a la escuela Altos de la Cruz, asentada precariamente en las faldas de la montaña que rodea a Medellín por el nororiente.

Jamás podré olvidar mi primer día de clases en aquella escuela carente incluso de identificación oficial, en cuyos muros de la fachada se leía: “Milicias Populares”. No sólo los niños ansiosos en el aula, también las madres que acudieron mironas e incrédulas a conocer a la nueva maestra de la escuela abandonada, me sumergieron en una marea de historias de miedos y muertes, al tiempo que me brindaban espontáneamente la confianza y la generosidad propias de la gente humilde. Desde aquel día no he dejado de recurrir a la escucha previa de los relatos de experiencias e historias de vida contadas por los niños como una condición indispensable de la práctica pedagógica.

En este barrio, compuesto por una población desarraigada en sus tierras de origen a causa del conflicto armado que tampoco ha podido despojarse del fantasma de la muerte en las calles duras de la ciudad que la acoge, las figuras de la autoridad armada se confunden, se alternan o relevan con tal velocidad que nunca se tiene certeza de quién manda y cómo. Guerrilleros, paramilitares, milicianos y bandas de toda laya son, de hecho, los referentes huidizos del control social e incluso de policía de las familias. En estas circunstancias, desde luego, la escuela no puede sustraerse a semejante correlación de fuerzas, no puede dejar de sentir la alteración y el riesgo, y nos vemos así abocados a hacer frente tanto a la intimidación y las amenazas de muerte constantes que recaen sobre miembros de la comunidad, como a la deserción, la pérdida afectiva y la desesperanza merodeando en el aula.

La infancia en esta comunidad habita un espacio de inseguridad y de silencio, marcado por el hecho de que los adultos escamotean el tema de la memoria del conflicto, sencillamente porque aquellos testigos y víctimas sobrevivientes de las incontables tragedias familiares fueron condenados al enmudecimiento, como si nada hubiese ocurrido. Pero este vacío deliberado, este gesto vano de manotear los malos recuerdos como si bastara realmente con desear empezar de nuevo, no hace más que prolongar en los niños el sentimiento de que eludir el recuerdo es una forma más de violencia, ajenos como son a la comprensión plena de las causas del temor que inhibe a los adultos de tocar las heridas. En las situaciones de violencia la familia entera es afectada, en su seno los niños bordean el límite de la desprotección y la desolación, toda vez que las víctimas adultas, generalmente mujeres jóvenes viudas, deben ocuparse no sólo de afrontar el duelo de la pérdida sino además del “rebusque”, es decir, del cómo asegurar la subsistencia del día a día, lo que desafía a la institución escolar a mostrarse como la estructura de acogida que es y debe ser.

Estar en medio de las presiones constantes, de la intimidación de uno u otro bando, de las tomas violentas, de las balas perdidas y la muerte incierta, hacían que me sintiera atrapada por el miedo, pero no inmovilizada, razón por la cual nunca opté por salir de la escuela. Para darme ánimo a mí misma no dejaba de rememorar a Paulo Freire: No dejes que el miedo te paralice
En este espacio persevero en mis reflexiones y en propuestas de acciones que contribuyan al mejoramiento de la convivencia. Con mi experiencia en medio del fuego cruzado, pero con la convicción firme de que era posible aportar a la construcción de un mejor ambiente en la comunidad educativa a la que me debo, realicé una Especialización en Cultura Política: Pedagogía en Derechos Humanos, seguida de una Maestría en Sociología de la Educación. En ambos espacios de formación elaboré una propuesta de convivencia escolar, cuya puesta en práctica ha podido mostrar efectivamente resultados en los índices de disminución de la criminalidad entre vecinos y de elevación de la conciencia adulta en el fomento de actitudes no violentas en los niños, las niñas y los jóvenes de esta comunidad marginada.

Hoy en día valoro los signos de cambio, y me digo a mí misma que los resultados del trabajo de estos años valen tanto como mis recuerdos íntimos del significado de subir a la montaña en volqueta, bajar al caer la tarde con “Toño” en compañía de sus cerdos y gallinas, del duelo por los desaparecidos, y esto es el deseo de aprender con otros en una sociedad digna y en paz. Y los recuerdos amargos ante la vista de los muertos hallados en el camino, de las balaceras que nos obligaban cada rato a refugiarnos debajo de los pupitres, de los rituales de consuelo por la ausencia brutal de un pariente cualquiera de los alumnos, confío en que algún día puedan ser redimidos de mi memoria y la de los nuestros.

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