sábado, 2 de julio de 2011

Las orejas de burro

Zambrano Leal, Armando. Fragmento de la edición revisada, actualizada y ampliada del libro LA MIRADA DEL SUJETO EDUCABLE; LA PEDAGOGÍA Y LA CUESTIÓN DEL OTRO, Córdoba, Argentina, Editorial Brujas, 2011


La Escuela Distrital tenía la forma de un cuartel militar, era de cuatro pisos con techo en dos aguas. Los salones eran de ladrillo a la vista, con grandes ventanas. Había un tablero de cemento verde, una caja de tizas de colores, un escritorio y una silla para el profesor. El tenía una regla larga y cuando nos portábamos mal nos pegaba reglazos en las manos. Como ya sabíamos, un día Pablo me dijo: quítese una pestaña, póngasela en la mano y vas a ver que la regla se le parte. Así fue, milagrosamente se partió. Uff, no me dolió. Ese Pablo era un tenaz. Los pupitres eran de metal con una tapa que se abría hacia arriba, las sillas eran de color azul y las patas grises. El piso era de baldosas y todos los lunes las señoras del aseo los brillaban con petróleo. El patio de recreo era grande, allí hacíamos fila a las siete de la mañana y el director siempre nos hablaba. Los lunes se izaba bandera y exaltaban a los mejores estudiantes. Al final de cada año condecoraban a los compañeritos más tezos. Nunca icé bandera. En verdad, era una escuela muy cómoda. El Acalde de la ciudad la había construido, junto a otras tres, en el tunal. Este lugar había sido un campo de siembra de trigo. Recuerdo que allí había una laguna cristalina, pecesitos, renacuajos y ranitas. Unos pájaros blancos de paticas negras y alargadas bajaban a beber agua. Yo iba todas las tardes y me quedaba mirando los peces, cogía uno o dos renacuajos y los metía en una bolsa de plástico. Tonny, mi perro, se acostaba a mí lado. Otros niños de la cuadra iban y nos poníamos a jugar. Era un hermoso lugar. Un día aparecieron unas máquinas y arrasaron el sembrado de trigo, le echaron tierra a la laguna, quemaron el pasto y construyeron las cuatro escuelas y el colegio INEM.


El profesor nos enseñaba matemáticas, ciencias naturales, lenguaje, sociales, educación física, religión, manualidades. Enseñaba de todo. Dividía los días en jornadas y en cada una nos enseñaba los diferentes temas. Hoy no entiendo cómo hacía para no perderse. Para cada materia teníamos un cuaderno y cuando cambiábamos de asignatura nos pedía que lo cerráramos y sacáramos el otro. Así fue durante los dos últimos años de la primaria. El había organizado el salón en grupos, del uno al cinco. En el primero, estaban los mejores; en el segundo, los buenos; en el tercero, los regulares; en el cuarto, los malos y en el quinto, los pésimos estudiantes. Creo que una o dos veces logré llegar al segundo grupo. Cuando lo hacía, el profesor siempre me decía algo. Creía muy poco en mí. Sucedió que un día hizo una previa y saqué cero. Al día siguiente entregó las notas. Iba leyendo el nombre de cada uno, la nota y el grupo donde debíamos estar. Cuando leyó mi nombre y me dio la nota, me puse rojo, se me salieron las babas. Me dijo, usted, coja sus útiles y una silla. Siéntese a un lado del grupo cinco y cierre la boca que se le van a entrar las moscas.


Resulta que en una de las clases de manualidades fabricamos unas orejas de burro. Habíamos llevado cartulina, papel dorado brillante, pegante, tijeras. Nunca nos dijo para qué eran. Alberto, Julia, Edgar, el mocho Carlos, Felipe el hijo del panadero y Pedro las fabricamos. Eran unas orejas grandes y doradas brillantes. Cuando terminamos, nos dijo cuélguenlas en el perchero que había al lado de la puerta de entrada al salón. Todos mirábamos las orejas de burro. Los más mamagallistas se reían y me decían te la van a poner, te las van a poner… y ni más ni menos, el día que saqué cero en la previa y me sentó al lado del grupo cinco, el profesor me dijo: coja las orejas de burro y se las pone. Resulta que yo era flaquito, mis orejas eran grandes y mi papá me peluqueaba como un recluta. Me las puse y durante una semana, de las siete a las doce del día, andaba con ellas. Ni te imaginas, durante el recreo todos se burlaban de mí. No podía quitármelas. Nunca le conté a mi papá y tampoco a mí mamá. En verdad, detesté por el resto de mis días a este profesor".

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