domingo, 17 de julio de 2011

José Jairo Alarcón Arteaga. El saber vivencial

José Jairo Alarcón Arteaga. El saber vivencial


Andrés Eduardo Saldarriaga Madrigal*

En los grandes textos de la filosofía se pueden encontrar, con toda seguridad, pasajes que resumen de manera certera la esencia de la enseñanza y de las relaciones pedagógicas. Alguno de estos pasajes podría servir para introducir este escrito. Debo confesar, sin embargo, que no recuerdo ninguno, y creo que en este caso sería más bien un agregado un poco artificial. Mejor comenzar por otro lado.

Digamos, por ejemplo, que en la clase del profesor José Jairo Alarcón se habla mucho. Esto no es un defecto. No se trata de la charla del estudiante distraído y distractor, no. Se trata de una conversación en grupo. Hay que señalar que este fenómeno es más bien escaso en las otras aulas. En su clase, por el contrario, la conversación va hilando los minutos y el tema, abstracto, metafísico, se vuelve tangible. No me malinterpreten, por favor. No hablo de algo así como la “reinvención” del diálogo platónico, no. Se trata, simplemente, de una conversación. Recuerdo que allí hablábamos tranquilamente, sin apresuramiento, sin grandilocuencia, sin patetismo. Conversábamos diciendo la verdad. La descomposición lógica de los conceptos, un procedimiento bastante útil por lo demás, cede allí su lugar al acercamiento conversado a las sugerencias que deja el concepto en nosotros, los que asistimos a la clase.

Si tuviera que describir un gesto que caracterice al profesor Alarcón, escogería más bien una interpelación que puntualiza su manera: “¿Qué piensa usted de…?”. Nótese la diferencia: no se trata de la pregunta, “según X, ¿qué implicaciones tiene el concepto Y para el estado de cosas Z?”. Tampoco se trata de “A la luz de los cuestionamientos hechos por X a Y, ¿qué afirmaciones podemos deducir del concepto Z?” El tema, que por lo general le importa a los que asisten, termina girando en torno a nosotros mismos; por eso el ¿qué piensa usted de…? Sin embargo, su clase no es la recitación, emprendida conjuntamente, de lo que se conoce como “verdades del sentido común”. El elemento del sentido común, contenido en el usted de su pregunta, se ve confrontado con el humilde trabajo previo del disciplinante: pensar sobre algo es volver con mi propia voz, con mis preguntas, sobre aquello que ya se ha pensado. Pero eso me habla a mí, roza, como el sonido en un valle cerrado, las paredes de mi historia, rebota salpicado con mis significados, y me dice algo sobre mí mismo. La conversación es signo de ese eco. Cada uno de nosotros piensa, entonces, algo sobre eso. Habitamos juntos un tema, una pregunta, un pasaje. De hecho, el verbo conversar significó alguna vez vivir, habitar en compañía de otros.

José Jairo Alarcón Arteaga, por costumbre Jairo Alarcón, profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia desde 1976, es un hombre conversador. La respetuosa familiaridad de su voz invita al acercamiento, a él y a lo que sabe, pero también a aquello que desconoce y por lo que pregunta. Una descripción exterior agregaría: fundador de la revista Estudios de Filosofía y de ese espacio donde la academia y la ciudad se encuentran, llamado Lecciones de noviembre; fervoroso del tango y de El Quijote, miembro de gremios y organizaciones universitarias, lector de Baruch Spinoza y del Tractatus logico-philosophicus, condecorado por la Universidad de Antioquia con la Excelencia Docente 2009 en el área de Ciencias Sociales y Humanas.

En un par de renglones no cabe un boceto aproximado de una vida, y mucho menos una vida entera vista desde afuera. En un par de renglones puede caber, quizás, la huella de una intuición sobre la propia vida. Así, Jairo Alarcón, al finalizar su intervención en el acto de reconocimiento Excelencia Docente 2009, afirma: “Es mentira que el amor sea compartir la precariedad. También es un argumento falaz el que los hombres de mi edad le hemos entregado la juventud a la Universidad. No. Es la permanencia en la Universidad la que ha hecho muy felices mis años”.

Busquemos en los fragmentos de la conversación siguiente los rasgos y los motivos de esa felicidad, y ya no desde afuera, sino a la manera de una vivencia, como un regalo que fuera una invitación que fuera una presencia. Oigamos como si conversáramos.

Un lector precoz

Vea, yo nací en Manizales en 1949. Estudié en el Instituto Universitario de esa ciudad. Era un niño de clase media; me gustaba desde las primeras letras, desde el bachillerato, me gustaba la poesía, la lectura, y allí en el bachillerato me aficioné a la filosofía. Era un ser absolutamente urbano, ni mi familia tenía finca ni nada, vivía con mi madre, mi padre, mis hermanas en una casa cerca al centro. Tenía gustos muy urbanos: me gustaba la música, el tango tradicional y la música de guitarra, y seguí conservando mucho esos gustos. Me gustaba mucho la comunicación: fue la combinación de mi carácter y de un pueblo pequeño y bonito donde nací.

Siempre me gustó enseñar. Me gustaba hacer tareas con mis primitos, y yo era de esos niños que le obedecía mucho a la mamá; entonces me mantenía estudiando en vacaciones, cosa terrible. Ya adolescente me mataba. Pero me veía siempre dictando una charla, una conferencia, opinando, y de hecho el profesor es un buen conversador; si usted no es un buen conversador, tampoco sirve para transmitir el objetivo, aunque sea una eminencia. Eso de la conversación puede parecer algo trivial, pero son el cuerpo y la vida de uno. Hay culturas de la conversación, la cultura caldense, por ejemplo. La colonización antioqueña fue un proyecto de civilidad y de un arquetipo europeo de hombre, equivocado o no, que produjo muy buenos conversadores.

Yo fui lector desde niño, siempre me gustó. Compraba Selecciones, con las pocas monedas, y cuando salieron las Selecciones soviéticas, llamadas Sputnik, las compraba y me las estudiaba todas. Mi primera biblioteca, y mis primeras ansias —ya un poquito farsante— de universalidad y de saber de todo, de los países, fue el Almanaque Mundial. Siempre me ha gustado mucho dar clase, opinar… todo eso bordea la política, el drama, yo soy un poquito actor, usted tiene que ser un actor. La primera obra que recuerdo haber tenido fue El Quijote. Me lo regaló mi mamá en una humilde edición de Austral; hoy está carcomido, era en papel periódico, España era entonces pobre. Y la poesía de Eduardo Castillo, esa también me la dieron en la casa, y aprendí los versos “Laura, Beatriz, Leonora, Desdémona, Julieta, / desfile suspirante de sombras adoradas…”. Después conseguí a Pablo Neruda, y más adelante, como en el año sesenta y pico, todos habíamos leído a Fiódor Dostoievski. Tal vez éramos niños precoces, porque no teníamos ni moto ni bicicleta. Esto hay que entenderlo; tal vez hoy son más informados, uno no puede disminuir a nadie, pero nosotros éramos precoces en cultura literaria. Y ya jovencito tuve como un bien preciado el Manual de filosofía marxista, que eran unos libros muy bien editados que venían de la Unión Soviética, y ese libro hablaba de asuntos de filosofía y yo lo leía, claro… un tesoro. Lo estudiaba como un nuevo evangelio. Después me aficioné más, pero no tengo mucho libro, hay gente que compra como por cargas, yo tengo los libros que creo debe uno tener.

Hacia 1968-1969 ingresé a estudiar, en la Universidad de Caldas, Filosofía y letras, pero el desorden y la precariedad de esos estudios provocaron que desertara mucha gente y me presenté a la Universidad Nacional de Colombia, donde empieza mi carrera en 1970. Yo creo que muchos nos fuimos para Bogotá, también por huir de la casa —era una generación que se iba de la casa con cualquier pretexto, a los años, creo que también hay que hablar de eso, ese deseo de libertad, de salir de ese constreñimiento familiar, que era inevitable.

Los estudiantes de antes éramos más universales, más literatos. El estudiante de ahora es más concreto, menos poeta, menos vagabundo, menos errático, es más concreto, quiere estudiar filosofía por algo; el otro era más romántico, más nebuloso, y así éramos nosotros, perdidos en la niebla del mundo, de la noche, de la luna. Y es el mundo el que ha cambiado, y también las condiciones sociales. Hay una comparación importante, cuando podíamos dedicarnos a estudiar simplemente. Yo no hacía sino estudiar y andar por la universidad, a veces entraba a clases magistrales de derecho, donde estaban esos grandes abogados, a oírlos hablar de la constitución de 1886, y a otros les preguntaba sobre Miguel Antonio Caro… Uno podía estar por ahí, estudiando, y oyendo de todo. Yo era ratón de biblioteca, después empecé a comprar libros. Uno aprende a comprar libros. Me parece de lo más angustiante esas bibliotecas no leídas, inmensas, que hay por ahí. No. Hay que huir de la bibliomanía. Yo le digo a mis jóvenes discípulos, a mis colegas: “¡Huyan de la bibliomanía!”. Yo no digo que no compre el libro, yo digo es no comprar por comprar.

La carrera de profesor

En 1976 gané en una convocatoria nacional para 80 o 90 plazas de profesores que había en Medellín, y me vine a trabajar acá. Cuando nosotros empezamos, éramos mucho más improvisados, uno casi estudiaba a la par con los alumnos, uno les llevaba una ligera ventaja, y creo que es importante que tú lo sepas. Entonces yo dictaba teoría del conocimiento; nos pusimos a estudiar como desesperados, Thomas Kuhn, Karl Popper, Platón. Daba mis clases más bien vivenciales, tratando de preguntarme y entender qué es la ciencia, qué es un saber riguroso y qué es el sentido común.

Una clase vivencial es una clase en la que pregunto mucho, trato de inculcar esto
:
“¿Usted qué entiende por? ¿Usted qué sabe de esto? ¿Cómo se imagina esto? Vamos a tratar de aclarar este concepto”. Más que una clase muy erudita, donde dejaba muchos documentos de lectura, prefería dos o tres arbolitos bien sembrados que una pradera a medio sembrar.

Me dio mucha dificultad aprender a calificar y creo que todavía no sirvo, porque calificar lo que sabe otra persona es muy difícil, creo que es uno de los grandes interrogantes. Obvio que podemos saber qué destrezas hay en una persona. Hay a quienes uno les nota que ya leyeron el texto, que tienen destrezas lingüísticas, destrezas semánticas, que son capaces de distinguir problemas, temas, y sobre todo de inspeccionar su propia vida. A mí me ha gustado mucho sobre todo hablar de uno mismo: “¿Usted qué entiende? ¿Qué puesto ocupa la ciencia en su vida? ¿Y el conocimiento?”, etcétera. Eso me facilita mucho, porque yo fui y sigo siendo profesor en ingeniería, donde el alumno tiene otra orientación; pero allí he encontrado también personas muy interesantes y también muy allegadas al saber, sobre todo de la ciencia.

Hacia 1979 empiezo a influir en la Asociación de Profesores, a opinar a favor del orden de la universidad. Yo nunca he sido un cuadro de partido, pero toda esa experiencia adquirida en la Universidad Nacional la hice parte de mi defensa del centro de estudio y de la docencia. En la Asociación de Profesores siempre luché por defender la docencia, la instrucción, la divulgación de la ciencia en la universidad, y nunca creí que ella fuese un campo de batalla contra el régimen, o que la universidad iba a cambiar el régimen. Así no se cambia ningún régimen. Yo creo en un orden racional, en una disciplina de estudio y en el sentido de que hay que conocer lo que se va a cambiar. La universidad se metió en un discurso muy grande, muy difícil, en el que ella era agente del cambio, que su obligación era propagar la inconformidad. Yo creo que la misión de la universidad es propagar el saber, pues el saber es suficientemente revolucionario. La universidad no puede ocupar el sitio del proletariado, ni de la clase media, ni de una burguesía nacional.

Me fui perfilando a estudiar aquellas materias que me permitían hablar del ser humano como tal. Yo he tenido dos obsesiones en la literatura. Yo no he leído mucho, sino que lo que he leído lo he tratado de leer muy bien; yo creo que esta confesión es importante. Primero el cervantismo, me gusta mucho la obra de Miguel de Cervantes, y segundo la poesía. Me dediqué a dictar cursos del área menor, ya en la carrera de Filosofía, en la antigua Facultad de Ciencias Humanas, de la cual hacíamos parte en una primera tripartición que hizo la Universidad después de esas crisis. Dictaba antropología filosófica y cursos sobre la relación entre filosofía y literatura, varios cursos dedicados al estudio de la tragedia de Sófocles. Traté con mis alumnos de que aprendieran muy bien a Sófocles, Edipo, Antígona, y hacía un análisis muy ferviente, muy cercano, casi como si ellos lo fueran a representar, para que captaran muy bien los personajes sobre su propia vida. Nunca me ha gustado un saber libresco. Les hacía leer, igualmente, para reflexionar sobre muchas cosas, a Albert Camus, El extranjero, para reflexionar sobre la sensibilidad del hombre frente al absurdo, frente al caos que es el mundo, frente a su propio destino, y alguna novela de Franz Kafka, La metamorfosis. Creo que esas reflexiones me incitaron mucho a querer que los estudiantes pensaran conmigo, por ejemplo, que la historia no tenía un sentido demarcado, determinado, y que ante todo nos quedaba la tarea de pensar cuál era nuestro puesto en el mundo y qué acontecía a nuestro alrededor.
Me maravilla de El Quijote que allí he encontrado muchas facetas del ser humano y de la historia. Don Quijote empieza armándose caballero con unas cosas improvisadas, falsas, unos cartones y unas cosas de unos tíos que encuentra por allá en una casa. Cuando es armado caballero, eso que era una ceremonia muy importante en la Edad Media, lo hacen en una villa dos mujeres del mundo, de la vida alegre, como queriendo dar a entender ahí que muchas cosas de nuestra vida son farsa, ilusión. Y don Quijote se vuelve un texto, esa relación con los libros, con la ilusión. Y parte de eso es parte de nuestra vida, nos hacemos la imagen de que estamos cumpliendo con un derrotero; él cree que está cumpliendo con un derrotero y, amén de otra cosa, a mí me ha gustado mucho la sonoridad del idioma castellano, es decir, me deleitaba leyendo esas páginas con los alumnos.

Clase de filosofía y literatura

También pienso que hay mucha relación entre filosofía y literatura. Voy a contar mi experiencia. Brincando en el tiempo, actualmente en 2009, dicto “Filosofía y literatura”. Entonces se me ocurrió esta estrategia: no se trata de hablar de una obra, sino de presenciar la obra, la lectura, que la lectura influya en nosotros. Así, me las ingenié para sacar una copia económica de Las preciosas ridículas, de Molière. ¿Qué hacía? Le daba un personaje a cada uno, a cinco estudiantes, y ellos iban leyendo. Ellos iban representando la obra de alguna manera, hasta que empezaron a reírse de las cosas que decían, y después de la lectura hicimos una reflexión sobre cada uno de los personajes. Yo aprendí que eso es un medio muy grande. Una vez leí Tartufo, y se morían de la risa. Yo les decía: “Represente usted a Tartufo, párese”, y se morían de la risa. Yo les decía: “¿Cómo se lo imagina usted en esa escena?”, y eso es mejor que hablar sobre. Eso no le quita la profundidad a Tartufo, y lo leímos en castellano. El estudiante ve cuántas veces interviene Tartufo, y luego le voy metiendo técnica: “¿Qué dice Tartufo?” “Préstame los cilicios”. Y, “¿cuándo empezó a desmoronarse Tartufo en esa casa, y por qué empezó a desmoronarse?”. Yo prefiero eso, eso da mucha más capacidad de reflexión que leer “sobre”. Yo no estoy desacreditando la literatura secundaria. Una vez dirigí una tesis, esto es serio, una tesis sobre Dostoievski. “¿Sobre qué quiere hacer la tesis?”. “Sobre Dostoievski”. “¿Qué sabe usted de la cultura rusa?”. “Nada, pero Dostoievski me parece muy bacano”. Entonces le regalé al muchacho un libro de segunda, una traducción de Crimen y castigo, de una biblioteca económica que sacó Salvat, creo, hace muchos años; le dije: “Tome”, y él: “Profesor, ¿entonces, por dónde empiezo?”. “Pues por aprenderse el libro. Usted se tiene que aprender el libro y luego me lo despedaza. Qué escena le parece triste, qué cómica, etcétera. Y luego, cómo vamos nosotros a armar esto y qué vamos a aprender de esas escenas”. Ese fue un primer resultado. El segundo fue que ya el muchacho buscó libros sobre Dostoievski, etcétera. Y le aprobaron su tesis sobre Dostoievski.

Yo me he dedicado a la lectura de la Ética de Spinoza, que es un libro muy complejo, y he encontrado estrategias importantes para que el estudiante se meta en las grandes temáticas filosóficas que hay allí. Tú sabes que en la Ética están prácticamente todas las preguntas filosóficas; entonces, yo les hago mucho énfasis en eso, y me he dedicado a conocer y a relacionar: “Miremos la proposición 17 de la primera parte”, “Volvamos a la definición tal de tal parte”, y he aprendido a manejar la Ética, no con el ánimo de deslumbrar o de embobar a los demás, sino de que encuentren esa conectividad interna tan grande de ese libro tan singular.

Lo que tiene de vivencial la clase de Spinoza, por ejemplo, es que continuamente les estoy planteando: “¿Es esto posible?”. Hay momentos que son menos vivenciales, por ejemplo, la primera parte no toca casi para nada lo vivencial; mal haría uno, pues son las definiciones de dios, las de duración, eternidad. Es en cuanto hablamos de cuerpo y mente, de ese paralelismo, cuando uno puede preguntar a los alumnos: “¿Usted cree que tiene una mente? ¿Qué hay en usted? ¿La mente reside en dónde?”. “Si entendemos a Spinoza, hay un paralelismo entre mente y cuerpo; pero usted mismo, ¿cree ese concepto o no lo cree? ¿Usted cree que tiene un conocimiento adecuado de todo su cuerpo o sólo un conocimiento parcial de su cuerpo?”.

Lo de lo vivencial lo he aprendido estudiando el Tao-Te-King. No por moda, no con el ánimo de volverme budista ni taoísta, sino de entender ese gran planteamiento de la fusión con el absoluto y de aprender de mí mismo, de saber que soy un cuerpo, qué está sucediendo en mí, qué soy. En la medida en que uno se ha cuestionado y ha hecho carne eso, puede estar más convencido de su método de enseñar. No busco mucho la erudición; yo no soy erudito. No es que en tantos años yo no haya aprendido algo, sino que lo que leo, lo leo muy bien, y trato de persuadirme de lo que estoy haciendo con el texto, y de trasladar esa pasión y esas preguntas al interlocutor. Me parece que en la vida uno no puede convencer a otro si uno no está plenamente convencido de algo. Si es el caso del vendedor —sin trivializar estas palabras—, si él está convencido de que su producto es el mejor, vende.

Hay que relacionar filosofía y literatura, porque si no lo hacemos, no hallaremos al ser humano. Estudiar con los muchachos Hamlet es entender muchas cosas sobre la técnica del soliloquio, es estudiar los mismos soliloquios, y encontrar allí muchas fronteras del hombre moderno. De la misma manera podemos ver las múltiples funciones de la literatura, entre ellas la de enseñar, la de estar con el ser humano, no despegarse del ser humano. Un ejemplo: Francisco de Quevedo y Villegas traduce al verso castellano nada menos que El manual de Epitecto. En nuestro curso lo estamos leyendo y lo comentamos. A veces se hace horrible de tensionante la clase, porque no se nos ocurre nada. No estoy diciendo que esto sea perfecto, es doloroso. Pero a veces es muy significativo: “No entendimos el texto. Vuelve a leerlo fulanita o fulanito”. Hay, sin embargo, alumnos que a veces no los mueve nada. Yo no sabía qué hacer con esos alumnos, hasta que leí en el Tao-Te-King: “Hay algunos que cuando oyen hablar del tao, entienden. Hay otros que ni se ríen ni se entristecen, se quedan indiferentes. Y hay otros que estallan en carcajadas”. Significa que siempre habrá diferentes tipos. Me parece que en todas las facultades, sobre todo en Humanidades, hay mucha gente que está allí temerosa de enfrentar el mundo y temerosa de enfrentarse a sí misma; entonces no les llama la atención nada, nada es importante para ellos.

Yo era profesor en la Universidad San Buenaventura en Bogotá, y allá encontré personas que estaban en filosofía porque no habían pasado a medicina, que les parecía yo muy enredado, que no explicaba bien. Yo sufría. El profesor joven tiene dos problemas muy grandes: la inseguridad existencial y los problemas propios de no ir a desempeñar bien un empleo. Y allá sufrí mucho por eso, y yo pienso que hay una pregunta vigente, pues con los años encontré en Protágoras, de Platón, esa misma pregunta que es eterna: “¿Usted qué quiere saber?”, le pregunta Protágoras a los jóvenes. “Yo no lo voy a poner a estudiar cálculo ni nada de eso”. Eso les dice Protágoras. Y Sócrates, más elusivo, quizá más profundo: “Esto no puede ser enseñar”. Darle a alguien lo que quiere es imposible para el profesor. Eso sigue siendo cierto. Uno tiene que marcar la diferencia. A veces decepcionar muy grandemente al alumno, y esa decepción puede enseñarle a buscar lo que verdaderamente quiere ser. Pero es la sinceridad del docente.

A raíz de eso yo quiero interpolar un tema. ¿Cuál es el pecado más grande del docente? Improvisar. La clase tiene que ser bien planeada, uno debe preparar clase y debe saber muy bien el texto. Improvisar un tema da la impresión de estar fabricando una casita de cartón, o de papel, y queriéndole mostrar a los alumnos que adentro hay seres, muñequitos. Yo pienso que hay dos estrategias importantes: primero, de qué está tratando el capítulo, qué discurso tengo sobre eso; y segundo, qué actividad voy a hacer yo con los alumnos para que entiendan la importancia del tema. El formalismo no se puede echar a un lado. Es como el formalismo de la palabra: yo me expreso de determinada manera. Pero la improvisación,eso de que yo no sé nada de este tema y voy a darlo sin embargo, eso es imposible. Hemos encontrado fracasos por eso. Uno tiene que saber del tema, y los estudiantes notan cuando una persona no conoce el tema. Porque no sabe improvisar sobre el tema: ahí está la paradoja. Yo conozco un tema porque puedo improvisar caminos para llegar a ese tema. Lo otro es que sepamos que la clase es un evento de comunicación excepcional. Al igual que un diálogo, que una entrevista, que una escena íntima de los novios, la clase es un evento de comunicación. Yo quiero insistir en eso. Un evento en el cual hay una transferencia. No hablo en el sentido freudiano. Entendámoslo así: yo trasfiero, llevo a ellos imágenes, sonidos, voces, actitudes, y ellos me llegan a mí, suscito cosas, a veces muy hostiles, a veces de incomprensión, pero la clase como tal tiene un valor semántico y transferencial muy grande. Y es una concurrencia intencional, no porque se estaban escampando y entraron al salón, no. La clase es una institución.

Me parece que eso ha sido subvalorado por algunos, que el discurso tiene poder. ¿Quién dijo que no? Y entonces nos asustan con lugares comunes. Yo quiero que hablemos un momento de eso. Yo oía algunas conferencias en las que el discurso le decía a alguien: “El mundo es más amplio de lo que te imaginas”. Me acuerdo que yo oía —un buen vago como yo— las clases de Darío Mesa en la Nacional en Bogotá, uno de los padres de la sociología. Era abrumador, la cantidad de datos para hablar del nacimiento de la modernidad, las cosas que él había leído, conocido, y las cosas que aportaba como fuentes, que eso era el mundo, una serie de reflexiones muy importantes. Iba a clases de Ramón Pérez Montilla con deleitación, uno se reía, no sabía a veces qué pensar, la cultura enciclopédica de ese señor y ese resumo de frivolidad, de interés, como de placer por la mera lectura, eso es importante. Yo creo que el atraso de América tiene que ver con que aquí le han asignado un papel extrañísimo a la intelectualidad: conductor de las masas. Y eso no, uno está enseñando y está propiciando un saber. El dominio del saber es la única forma que la sociedad tiene para enfrentar el mundo, lo exterior. Eso pienso yo sobre el papel del profesor.
Yo hice mi tesis de licenciatura sobre don Miguel Antonio Caro. Yo leí toda la obra filosófica de él, en un ejercicio pasional. Me apasionó el rigor de don Miguel Antonio Caro, porque no le daban la talla los liberales de la época en las controversias escritas. Era un hombre muy lógico. Me enseñó a mí que la lógica, que estudiar muy bien un texto, que exponer las ideas, es la función del intelectual. Me desligué siempre de una corriente de algunos colegas que creen que debemos estudiar y citar sólo a los filósofos latinoamericanos. Y que no tenemos por qué dar un Hegel y un Kant. Me parece que eso es un error. El mundo ya fue como fue. Distingamos cosas. Pero a mí me maravillaban obras de algunos escritores latinoamericanos, por bien escritas. Por ejemplo, José Martí. Considero que cualquier persona que quiera enterarse de lo que ha sido América, el modo de pensar americano, tiene que estudiar la obra de José Martí, sus documentos sobre el Partido, sus documentos sobre América, sobre la cubanía, sus poemas. Un gran hombre. También entendí al intelectual como un hombre de acción, que está proponiendo cosas, está difundiendo; no está tratando de imitar a Kant o a Hegel, o está inventándose una cosa distinta.

Estoy en desacuerdo con la lectura que ha hecho el marxismo de la sociedad colombiana, que habían unos —casi les faltó decir— pro feudales, atrasados. No. Eran personas cultas a la manera europea. El mundo en que se movía la intelectualidad era el mundo que dejaron los españoles, era un mundo urbano, donde descuidaron mucho lo indígena, lo árabe. Pero podemos hacer muchas lecturas de la sociedad colombiana.

Mi apego al pensamiento latinoamericano es literario. Es un apego estético, aun cuando es obvio que, además, podemos hacer una lectura sociológica; pero no que yo esté buscando que vayan a sustituir a los grandes de la filosofía. El mundo es como es, como ya fue. Spinoza dice: “Dios no pudo haber hecho el mundo sino en la forma en que lo hizo y de la manera en que lo hizo”. Eso es un error. Me das la oportunidad de aclarar ese preconcepto, estamos buscando nuestra prehistoria y todo… no, no. Colombia es occidental y el tipo de instituciones que trajeron los españoles y la manera como organizaron la vida y hacemos nuestra vida, es típicamente occidental.

Hay filosofía colombiana porque se produce filosofía en Bogotá, o en las universidades, como se puede producir en Berlín o en Nueva York. Pero una filosofía para pensar los problemas de Colombia no existe, así como no existe filosofía para pensar los problemas de Alemania, o los problemas de Francia. La filosofía es universal, toca los problemas humanos. Está surcada por particularidades culturales, como la filosofía francesa, o la filosofía alemana, pero yo pienso que aquí se hace filosofía con naturalidad. En concreto: yo pienso que la filosofía colombiana es la filosofía que se hace en Colombia, sea fenomenología, sea marxismo, sea lingüística.

El ser humano no puede vivir sin música. Yo pienso que hay que inculcar y hablar de música con los estudiantes, y yo aquí estuve tratando de que se formara una sala de música, como la Luis Ángel Arango, pero desgraciadamente ese es un proyecto demasiado grande para la Universidad. La música es una de las relaciones más grandes del ser humano, la huella de su existencia. Yo no tuve profesor de solfeo y canto muy feo; no soy capaz de cantar, pero siempre me apasionó el clavecín, la obra de Bach, y me apasionó la guitarra clásica; no me gusta Wagner. Me gusta el canto gregoriano y Gardel y los tangos, porque los tangos juntan dos cosas: el canto lírico, la belleza de sus textos y la perfección de su fraseo, de su intérprete. Pero fundamentalmente pienso que la música es la estética más cercana a todo: más que el vestido, es la música que se oye. Colombia está pasando por una trivialización de la música, cierto fenómeno cultural y económico, produciendo una música fácil, carente de arte, pero que llega mucho a la sensibilidad del hombre marginado, y eso como fenomenología social y como análisis sociológico es apasionante, pero tiene otras fronteras.

La ironía del profesor

Yo pienso que la ironía, lo irónico, es importante porque desacraliza, saca de ese lugar en que nos confinamos cuando admitimos un criterio de autoridad. Te voy a contar una anécdota: hace unos treinta años César Hurtado, librero y profesor, trajo al país la obra de Mijaíl Bulgákov, el gran irónico del género satírico, que fue también un gran libretista de la ópera de Moscú. Joseph Stalin no sabía qué hacer con él. “Haga alguna cosa conmigo, mándeme para Siberia”, le decía Bulgákov, pero Stalin no se atrevía, y escribió El maestro y Margarita. En plena era estalinista hizo aparecer a Iván el Terrible en el metro de Moscú, vestido de cuadros rojos y con unas gafitas de Quevedo. Eso es magistral, toda la ironía que hay ahí. A los muchachos los puse una vez a estudiar una obra en el curso de antropología filosófica, Corazón de perro. Ahí a un perro le ponen la hipófisis y los testículos de un proletario, y el perro empieza a humanizarse. Es toda la ironía frente al régimen soviético, la risa que despierta eso, cómo se volvió humano, oliendo a vodka barato, ya un proletario, y consigue carnet del partido. Cosa única. Y hay una obra de Bulgákov que se llama Los huevos fatales, donde alguien se inventa un láser que hace crecer las cosas, y se ven en Rusia sin gallinas; entonces, les traen unos huevos y empiezan a salir como unos batracios rarísimos, en fin, pura ironía. Yo pienso que hay que aplicar lo de Ludwig Wittgenstein: “La verdad es a veces un tono de voz”. Hay que incluir a la ironía para bajarnos de nuestro propio ego. La ironía también nos ayuda, es como algo misericordioso para ver cuándo estamos mintiéndonos a nosotros mismos. La ironía socrática me pareció muy solemne, a veces anula al otro; pero en la literatura algunas cosas me han servido, y eso me lleva un poquito a la comedia griega.

La ironía es un rasgo del carácter, pero sobre eso se pueden hacer varias lecturas. Quizá en la infancia creí que debía ser aceptado. Hacer reír, yo creo que uno se especializa en ser charro y hay gente a la que eso le parece lamentable, vergonzoso. Quizá yo fui un niño no muy aceptado, y hoy podemos hacer lecturas de eso, y lecturas muy dolorosas, pues yo he sido de muy buen humor. Entonces uno se especializa en buscar, sin irrespetar a nadie, sin apodos ni burlas, en contar la propia vida con fogosidad.

A mí me marcó mucho en la Universidad el profesor Rafael Carrillo. Tuve poca relación con él; su clase era muy sencilla, pero se hacía entender. Faltaba mucho a clase, porque no venía si iba a llover. Una clase con el profesor Carrillo me parecía maravillosa, la propiedad con la que él explicaba un tema difícil o controvertido. Otra persona que influyó mucho en mí fue Rubén Sierra, por su amabilidad, su cercanía, la fe y la confianza que depositaba en los alumnos. Eso de: “A ver, ¿usted que está leyendo?, ¿cómo le va?”. Y Estanislao Zuleta. Lo admiré por su capacidad de hacer de la conferencia un espacio de comunicación. Es decir, lo que yo he querido en mi clase: esa propiedad que tenía de hablar con sencillez y claridad de una cosa complicada. Me parecía un conferencista excepcional, y sobre todo hablando de Thomas Mann, y cualquier tópico de la literatura lo podía relacionar con el capitalismo. Usted salía de la conferencia pensando en esa relación que le dejó Estanislao Zuleta. Él tenía ideas muy controvertidas, es cierto, pero me parece que llegaba al individuo y para él el cuerpo del individuo en particular era muy importante, partía siempre de ahí, y eso me parece importante porque yo soy muy nominalista. Yo creo que existe lo particular, el cuerpo, la relevancia de lo particular. Pero antes de estudiarlo, el primero en haberme convencido de eso fue Estanislao, su agudeza y su escritura: llegar al ser humano, hacer ver conexiones vivas. Y eso es lo que yo he tratado de mostrar, a veces con desacierto. Uno no puede creer que todo lo que hizo está bien, pero hacer ver, por ejemplo, la importancia del cuerpo, de que yo soy un cuerpo, de que me conozco poco, y que conozco poco mi mente, tratar de mostrarles a los muchachos su importancia, eso me ha marcado.

Me habría gustado tener una especialidad desde el principio. Esa angustia, que yo quería dictar de todo, y me pasaba los fines de semana estudiando y preparando, yo pienso que el profesor tiene un discurso, debe tener un discurso. Me habría gustado haber hecho más acción social. Yo estuve cercano a la cooperativa de profesores –Cooprudea-, estuve en la Asociación; pero me habría gustado tener alguna injerencia en otros proyectos, y fundé la revista y unas conferencias. Voy a morir con la angustia, otros y yo, de no haber podido fundar una universidad popular cooperativa, y eso es muy difícil, se meten muchas manos ahí, y el proyecto se malbarató. Yo me veía fundando una institución o un buen colegio de bachillerato, una institución. Yo creo en eso, en ser gestor de cultura, pero más o menos creo que lo que hice lo hice en el término de mis capacidades.

Estoy orgulloso de haber conservado un puesto en el Instituto, en un medio tan competitivo, tan fuerte intelectualmente, de haber resistido, y estoy convencido de que tampoco fui anodino. El mundo intelectual es cada vez más exigente en Colombia.

He viajado poco, no me arrepiento, hay ahí un rasgo temperamental. El Tao dice que viajar mucho es señal de poca sabiduría, pero en eso no se puede escudar uno.

La distinción Excelencia Docente que se me otorgó la recibo con modestia y con emoción, con agradecimiento, porque uno no puede creerse haber hecho las cosas bien, ni que es mejor que otros, pero yo creo que sí me ha encantado. Yo lo recibí porque he tenido pasión, pasión por enseñar, y angustia, por hablar bien en la clase, porque todos mis alumnos tengan el texto, o al menos entiendan, porque no me canso si tengo que escribir en el tablero cincuenta palabras de un fragmento que vamos a analizar, cuando no había posibilidad de fotocopiar. Toda esa pasión me la han premiado, es la Institución, es mi Institución y yo acepto eso, emocionado. Pero de todas maneras tampoco creo que el orgullo sea un modo de burlarse de la Institución y de los demás, no, no, no, es un reconocimiento al que hace su trabajo, honradamente, con sus limitaciones y con errores, pero para mí es importante lo que ha pasado, hoy que ya tengo 60 años. Yo me pude haber jubilado hace cinco años. Pero no creo en la jubilación: ella es una opción, pero ahora es cuando uno tiene más experiencia.


* Coordinador de Posgrados y profesor del Instituto de Filosofía, Universidad de Antioquia

1 comentario:

  1. Hace algunos años tomé unos cursos con el MAESTRO, al pie suyo y con otros amigos, desgastamos las mañanas de los sábados en torno al café y de temas de todos los gustos, hoy desde la bella ciudad de Manizales recuerdo a Jairo como un excelente ser humano y me siento orgulloso de haber compartido conversaciones con él.

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