miércoles, 27 de abril de 2011

HISTORIA DE VIDA 1

CINCO INSTANTÁNEAS DE MI INFANCIA
Gabriel Jaime Murillo Arango[1]

Mientras escribo me escribo
Juan Diego Tamayo
I.
Nací y me crié hasta los seis años en cohabitación con los abuelos y la tía materna, sellando una alianza íntima entre las maderas y las telas que hace sitio en el taller de carpintería del padre y el abuelo y en el costurero de las dos hermanas. Aquel estaba situado en el traspatio contiguo a la cocina de donde emanan los aromas imperdibles de caramelos horneados en moldes de figuritas de pescado, café, chocolate batido con clavos y canela, arepas de maíz, tostadas y mermelada de frutas de cosecha. Era un taller estrecho, apenas iluminado por la luz del día, con dotación escasa de herramientas y materiales, la presencia viva de la humildad a la medida de los dos artesanos. En las tardes podía jugar con retales de maderas, virutas y aserrín en un rincón, antes de ver llegado el día de tomar en mis manos folletines, recortes de prensa con los comics, cartillas, álbumes, el semanario de noticias de sangre Sucesos Sensacionales voceado en las tardes de jueves con el anuncio del crimen de la semana, que los mayores habían dejado por descuido en uno de los bancos de comino crespo. Al hacerse ya noche compartíamos la emisión de noticias, seguida del tormentoso rosario del cura falangista responsable de “la hora católica” que enardeció durante décadas el espíritu ultramontano en las familias paisas, en el primer radio de tubos RCA Víctor que hubo en casa. No obstante, el primer barrio obrero de la aldea en ciernes de convertirse en ciudad, lejos estaba de lucir la apariencia beatífica de un redil apacible, pues hace tiempos arrastraba la fama de estar habitado por “gente alborotosa y levantisca”, al decir del cronista de la época Tomás Carrasquilla. 
Había un reloj de péndulo en casa, pero la distribución de las ocupaciones en la jornada de todos los días era marcada con puntualidad medieval por las campanas de la capilla San Policarpo. En casa no hubo artefactos electrodomésticos como los anunciados en la radio, salvo la estufa elemental; la nevera, el teléfono, la televisión y todos los demás llegaron tarde uno a uno a mi vida. Por defecto se me hizo inolvidable el cobro mezquino de una moneda a cambio de una breve sesión de televisión en alguna de las contadas casas de vecinos más afortunados. Como en muchos otros hogares colombianos, la televisión aterrizó en la sala principal de mi casa el día que llegó el hombre a la luna.
(Hoy, mi hijo adolescente ni siquiera alcanza a imaginar (y no tiene poca) la pesadilla de existir en semejante universo vacío, en la nada. No digamos ya una vida sin computador, sin video juegos, sin celular; simplemente cómo concebir la existencia de un mundo sin control remoto ni T.V. o, en el mejor de los casos, de T.V. en blanco y negro).
II.
La carencia, o si se quiere la desidia, podría justificar en algunos la reproducción de la imagen lezamiana de una infancia en estado puro de tedio: “la niñez que es ese momento en que saboreamos el tedio en estado puro. Aburrimiento, tedio, ocio, pereza, la misma corbata azul asegurada por el pasador del abuelo. Puesto ahí al despertar, por la otra mano”. Pero no, no en mi caso. Aunque no me resistiría a conceder que éste pudo ser al fin de la adolescencia.
Las horas alargadas en la casa o en la calle eran tiempo de crear con las manos, de jugar y correr por mangas y potreros, que son siempre asuntos muy serios entre niños. “En el momento del ejercicio la mente existe en y por el gesto, y éste último posee la densidad de aquello que expresa desde su interior”, dice Philippe Meirieu. Con los amigos del barrio se hacían cometas o barriletes (pero entonces ignoraba la palabra), se improvisaban juegos de mesa y al aire libre, se canjeaban figuritas, canicas y recortes de película, y también tabúes, fantasmas, secretos y miedos. Cuando aquellos se marchaban, siempre tenía a mi lado la bici mi amiga. Pero no todo eran juegos adánicos inocentes, más seductora incluso era la competencia de quién rompiera el mayor número de bombillas o pegara los timbres de las puertas de entrada o demostrara su destreza con la cauchera u honda apuntando a los pájaros o a las farolas del alumbrado público o a cualquier móvil desprevenido. Sabía de algunos entre la pandilla que eran objeto de sospecha por malas inclinaciones, presuntos indicios de vocación criminal, quizás los más diestros en el manejo de la cauchera y la navaja o los que saltaban en los solares vecinos a robar pomas, mangos, naranjas y mandarinas, y sin duda alguna de quienes se negaban a asistir a misa o a la escuela, eso decían las viejas rezanderas. Lo cierto del caso es que probablemente todos han muerto, excepto quienes emigraron a Nueva York justo antes de extinguirse los años de juventud.
III.
Sentado a las rodillas del abuelo Jesús, nombrado en familia con una voz misteriosa, Pasú, tal vez derivada de su habla en susurros propia de un ser adusto y taciturno, fui iniciado en la lectura más temprano que mis pares, como también en la complicidad de enigmas compartidos o secretos jamás revelados. El abuelo poseía un cofre secreto: Vargas Vila, nuestro dandy feo de la literatura panfletaria que sólo podía ser leído a escondidas; un par de libros de historia de Europa descuadernados; un manual de ebanistería en inglés, que imagino debió repasar una y mil veces hasta hacerse a una memoria exacta de los dibujos a falta de la comprensión de los significantes de esa lengua extraña; unos cuantos discos de acetato, Aída de Verdi, tangos, boleros y bambucos; una daga.
IV.
Mi imagen del desprendimiento del hogar para asistir por primera vez a una escuela que no era escuela no es de duelo ni viene envuelta en aires de reclutamiento forzado. Tomado de la mano de mi hermana mayor, simplemente doblamos la esquina y a cien pasos encontramos colgada de un barranco la casa de Pepita, la maestra pajarera. Pepita era mayor, tanto como una abuela afable y cariñosa, distinta del marido que la auxiliaba a veces en las lecciones. Los esposos sin hijos habitaban una casa de paredes descascaradas con cuartos interiores que permanecían en sombras y un patio interior con macetas de flores y jaulas de pájaros, vedados a la curiosidad infantil. Al lado derecho del zaguán de entrada estaba situado el salón de clases donde se alineaban seis filas de bancas de madera mate que acentuaba el tono crepuscular del espacio dominado por la visión de las imágenes colgantes de las paredes: los retratos de Bolívar y Santander que hacen guardia a la sempiterna efigie del Sagrado Corazón de Jesús entronizado en todos los lugares públicos y privados del país, el ángel de la guarda, y la imborrable imagen macabra de la muerte del pecador arrastrado por los demonios blandida como una espada sobre el díscolo que incurriera en falta.
Nada de morral, lonchera o valija que portar a la casa de los pájaros, sólo la pizarra individual fabricada con esmero en el taller de papá y una caja de carboncillos con un trozo de pana a manera de borrador. Dadas las pruebas de evidencia de nuestro progreso, no tardó mucho tiempo el reemplazo de la pizarra por el cuaderno de caligrafía y la caja de tintas y plumas; obviamente nunca pudimos contar con otras distintas a las más baratas que se ofrecían en el mercado. Por cierto que el éxito inicial del ejercicio dependía menos del garrapateo en la hoja que de la destreza necesaria para asir el mango como se debe y no romper la pluma al segundo intento. Todavía hoy, al contemplar dichos objetos irremediablemente inútiles en cualquier museo pedagógico, siento de nuevo vibrar una cuerda íntima con el carraspeo de la punta metálica de la pluma en el papel a medida que se enlazan las letras en una danza pausada y en silencio. Además del goce sensorial, creo que así me vi sometido a este tempo lento de mi escritura.
Dije que no era propiamente una escuela ni tampoco un jardín infantil o una guardería o un centro pre escolar. Si éstos se entienden como lo que son, es decir, instituciones públicas o privadas que brindan una atención a la población infantil con personal especializado a cargo: pedagogas, psicólogas, trabajadoras sociales, los niños felices con sus uniformes y loncheras variadas en patios sembrados de aparatos mecánicos y salones pletóricos de juguetes, pelotas, útiles didácticos, recogidos en auto por unos padres acuciosos, e ingresados como una cifra en los resultados de cobertura de las políticas de bienestar social del gobierno. No, yo no asistí al jardín de infancia. La escuelita así llamada mentirosamente, no contaba para el poder civil, era una pieza en la maquinaria de la filantropía. Hacía parte de la falange de las escuelas populares eucarísticas, una obra de beneficencia del poder religioso, cuya misión consistía en instruir en la doctrina del catecismo más que en las virtudes de la cívica y la urbanidad. De hecho, si de la visión de Pepita se tratara, ésta se dirigía más al cielo que a los horrores sobre la tierra.
Desviar la mirada sí que fue una lección aprendida bien pronto, puesta a prueba en el avistamiento de reojo tras las cortinas que separaban del exterior la cama de un moribundo carcomido por el cáncer, reacio a la visita del cura, para colmo de males ateo, decían las viejas, cuyo rostro apenas entrevisto soñé que era el retrato vivo de Voltaire.
Allí pasé la edad del catecismo capoteando las tentaciones en el umbral del reino de Proserpina a la vez que moldeaba la intuición de hacerme mayor como única vía de salvación por mis propios medios. Simplemente tenía que pagar el precio del cultivo de una memoria de saberes de desecho junto con el culto a las vidas de santos, edulcorado en las tardes de domingo de cine y refrigerio en el teatro de los hermanos salesianos del Parque Boston. Debo admitir que me solazaba, sin embargo, con los misterios no revelados en el rito de la misa en latín y el temor menguante ante la contemplación de los íconos rupestres de la pequeña capilla de San Policarpo. Debió ser durante este lapso de fervor por el drama litúrgico que tuve la ocasión de representar un rol insignificante en la puesta en escena del lavatorio de pies durante la última cena del jueves santo.
V.
El silencio, o mejor decir un susurro, envuelve la presencia de la madre que devotamente sigue con la yema de los dedos las letras impresas en el papel, sin saber acaso que ejecuta la mímesis de un gesto antiguo que se remonta varias generaciones atrás de abuelos iletrados como el de Saramago, mis bisabuelos y sus hijos, hasta este momento de inflexión en que ella musita palabras de tinta no de aire. Éste es mi ícono preferido en el tema del recogimiento en la lectura.
El candor y la paciencia de la madre guardaban un sutil equilibrio con el ánimo explosivo y severo del padre. Ni siquiera en los escasos ratos de asueto el padre dejó de mostrarse severo, incluso en su modo temerario de bordear los límites de la desmesura. Excesivas eran sus raptos de alegría desbordada y jovialidad, como excesivas eran las extenuantes jornadas de trabajo y las palizas que me regaló en esos años tempranos de mi infancia. Palizas o pelas propinadas con una vara o una correa de cuero curtido que a mí me parecían sin motivo aparente, sólo porque desconocía los principios liminares del rústico código de conducta patriarcal y católico que bendice una formación basada en el endurecimiento del carácter. Así bastaban, para la ocurrencia del castigo ejemplarizante, una orden anodina no obedecida, una queja anónima sobre una falta no cometida, un chisme de un testigo adulto. Entre tanto fui aprendiendo acerca de la resignación, en lugar de plantar cara al axioma “la letra con sangre entra y la labor con dolor”, faltaba más, al padre ni se le contradice ni se le levanta la mano o las cejas o la voz, salvo para pedir permiso. Ni al maestro.
A lo largo de los años he sentido marearme con la Carta al padre de Kafka y otros ajustes de cuenta parecidos, autocomplaciente con mi vana presunción de estar situado en otra orilla. No hay en este gesto un atisbo de frivolidad, sino que en el fondo yo logré comprenderle a mi padre desde el día en que avisté en su mirada las lunas del desencanto. Quizás tuvo suerte al morir de súbito a sus cincuenta años. Treinta años después de su muerte, al cabo de una larga interdicción en mis recuerdos, vi de repente cruzar su sombra ataviada con el traje dominical de paño Everfit, tocada con su sombrero Stetson favorito, apurando un trago de aguardiente en un café de Buenos Aires. Deseé conversar con él (o con ella) antes de escabullirme en el Museo Proa adonde había quedado con Marcel Duchamp para dar un paseo en bicicleta.



[1] Hace ya cincuenta años de la primera vez que entré a un aula de clase de donde aún no he podido salir. Me hice profesor de Filosofía e Historia en la Universidad de Antioquia (Medellín, Colombia) con un pasaporte para afrontar una carrera irregular, sobre una pista de hielo quebradizo expandida por colegios y Universidades de mi ciudad, hasta recalar en la Facultad de Educación comprometido con la formación de maestros. Aparte de otras pasiones inconfesables, leo y escribo acerca de temas sociales en educación, pero me apasionan sobre todo la literatura, la buena mesa, la conversación apoteósica de la amistad y ceder mi voz y mi pluma a los maestros contadores de historias.

2.Este texto fue publicado originalmente en Antelo, Redondo y Zanelli (coord) (2010). Lo que queda de la infancia: recuerdos del jardín, Homo Sapiens,Rosario- Santa fé.


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